sábado, 11 de abril de 2009

Edanaac I

La Posada del Dragón de la Luna estaba en un completo silencio. Tenía todos los rasgos típicos de la arquitectura élfica, con marcos de puertas acabados en punta, techos altísimos y con arcos puntiagudos sujetando las vigas. Todo hecho de una madera blanca y fina como la seda, suave tejido de Cathay. Detrás de la barra habían unos estantes llenos de un vino élfico muy preciado. Las mesas, situadas al otro lado de la sala, eran cuadradas, con adornos en las sillas. Nada en ese ambiente de calma se había percatado de una sombra que entraba velozmente por la ventana.

Una vez dentro, miró a los lados por si había algún elfo escondido. Al comprobar que no, se adelantó hacia el marco de la entrada que conducía al exterior y buscó alguna mirada curiosa. Como las calles estaban vacías, el individuo avanzó otra vez hacia el interior. Llegó a las escaleras, que conducían a las habitaciones de los clientes, y subió los peldaños sin dejar sonar ningún sonido. Al llegar al rellano del piso superior se paró a escuchar, apartando un poco la capucha para que sus orejas picudas pudieran oír mejor. Lo único que pudo sentir fue el sonido del viento al pasar entre las puertas. El elfo sonrió para sí y retiró un poco su capa púrpura de delante de su armadura lacada, dejando ver dos dagas encorvadas, relucientes y con aspecto mortífero.

Siguió avanzando por el pasillo donde habían unas ocho puertas, donde descansaban los demás elfos. Al llegar a la última de la izquierda vio que había llegado. <>, se dijo, y acto seguido abrió sin hacer ruido la puerta de madera blanca.

*****

Edanaac ya había oído al asesino antes de que abriera la puerta, así que ya estaba preparado. Las suaves sábanas le tapaban su cuerpo protegido por un escudo de milicia ciudadana. Haciéndose el dormido, tenía el brazo izquierdo pegado al escudo y con el derecho sujetaba su hacha de leñador. De espaldas a su agresor, el elfo de Cracia lo tenía todo calculado, solo hacía falta esperar. En el momento previsto, una daga se clavó en el escudo, quedándose clavada profundamente en la dura madera.

Entonces Edanaac dio un salto y se puso en pie al lado de la cama. Antes de que el asesino de Naggaroth se diera cuenta de lo sucedido, un gran tajo le había arrebatado el otro arma de su brazo izquierdo, cortándoselo. Un alarido de dolor inundó la posada.

Cuando los demás elfos ulthuanos llegaron a la habitación, se encontraron con un alto elfo esbelto, con los ropajes de un león blanco, pero sin armadura, en pie con hacha en mano, preparado para cortarle la cabeza al otro, que estaba arrodillado ante él con la mano sobre su antebrazo opuesto. Era un asesino elfo oscuro, un traidor, y por ello debería haber sido matado antes. Pero el leñador no lo había hecho. Había algo que le había impedido hacerlo.

-¿Qué estabas buscando? – le preguntó Edanaac, con el rostro serio.

El asesino dudó, pero después alzo la vista de su brazo ensangrentado y habló:

-¿Qué haces tú aquí, en Caledor, cuando toda tu gente está combatiendo en el norte? – le dijo, y sonrió maléficamente.

-¡Eso no es asunto tuyo! ¡Responde a mi pregunta! – exclamó el alto elfo, apretando un poco más el mango con la mano.

Viendo que el asesino se negaba a colaborar, Edanaac posó la hoja de su hacha en el cuello de su adversario. Como seguía sin responder, apretó un poco más el arma, dejando un hilo de sangre escapar cuello abajo.

-Mi...Mi misión...Era encontrar el Cristal del Anochecer y traerlo de vuelta a su dueño... En Naggaroth. – dijo, con dificultad.

-Si tu amo estuviera realmente preocupado por el cristal –, empezó Edanaac – se habría preocupado en enviar a un asesino experto...Y no a un joven aprendiz como tú.

El elfo oscuro bajó la vista hacia el hacha que le oprimía el cuello, avergonzado. Después el leñador añadió:

-Si te gustaría saber donde está el cristal, que sepas que está a buen recaudo.

Un rugido potente invadió la estancia, provocando un murmullo entre los elfos que observaban la escena, seguido de un sonido de pisadas veloces que subían escaleras arriba. Los testigos tuvieron que apartarse rápidamente para dejar paso a un león. Era grande, fuerte y con la melena blanca que le caía a ambos lados del torso.

El asesino se fijó en una bolsa de cuero que llevaba el animal colgada en el lomo con un cinto. Entonces lo comprendió todo, aunque tarde. Deslumbrado, examinó con los ojos el animal. Antes de que su vista llegara a la cola, un corte fijo le llevó a los dominios de Morai-Heg.

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