sábado, 11 de abril de 2009

Edanaac (Prólogo)

La lluvia caía en el Valle de los Llantos, donde reinaba un silencio sepulcral. Una gran llanura de hierba verde húmeda se extendía a lo largo de varios quilómetros y finalizaba en las Cavernas de las Escaleras del Dragón, donde empezaba una inmensa sierra de montañas afiladas como espadas. A lo largo de ese inmenso terreno deshabitado se proyectaba un sentimiento de tristeza y horror, reflejado por el cielo oscuro. Allí, dos siluetas corrían a toda prisa, como si les persiguiera un gran demonio. Eran elfos.

Uno de los dos, el mayor, llevaba ataviada una coraza reluciente que le cubría todo el pecho. Unos faldones azules con bordados dorados se dejaban caer por sus piernas y le cubrían las espinillas protegidas. Llevaba un yelmo acabado en punta y con grabados en sus bordes exteriores, con una pequeña obertura para dejar salir sus orejas picudas. Su brazo derecho sujetaba con fuerza un hacha de mango largo y con detalles de metal, para poder sujetarla en batalla con las dos manos. Pero lo que más llamaba la atención de su aspecto de guerrero, era una gran capa de piel clara y velluda. La piel de un león blanco.

El otro elfo, en cambio, no llevaba coraza alguna. Iba vestido con un jubón de cuero encima de unos ropajes blancos, que le bajaban cintura abajo, como el elfo guerrero. Su vestimenta era más de civil, y lo único que tenía de soldado era su hacha a dos manos, de leñador, con el mango de madera y el acero poco trabajado. Su fino cabello rubio le llegaba a los hombros, y bailaba al sonido del viento.

Detrás de ellos había un león de piel blanca con poca melena, una barba recogida con una trenza y su apariencia era juguetona. Era pequeño en comparación con los de su especie, pero eso se daba a su juventud, ya que de por si era más grande que los elfos. Lo que más resaltaba de su apariencia eran sus ojos azules, que seguían a los dos guerreros sin perderlos de vista. Llevaba una bolsa de cuero atada en su lomo con un cinto. El felino avanzaba a paso lento en comparación a su velocidad, pero no podía adelantar a su amo.

Siguieron corriendo un largo tramo, hasta que el elfo mayor se paró en seco y se giró. Su pose era seria y observaba con preocupación el horizonte que dejaban atrás. Le hizo un gesto al otro elfo para que descansara. El joven se dejó caer encima de una roca mientras respiraba con dificultad a causa de la humedad del ambiente. El león se quedó al lado de él y se tendió en la hierba mojada. El guerrero, en ese momento, hizo una mueca y apretó con fuerza el mango de su arma, furioso.

-Los druchii han llegado a las puertas de Tor Achare. – le anunció, con voz solemne y con rencor. Se giró lentamente hacia el otro elfo -. Llegó la hora de despedirse. Vete lejos, únete a las legiones de Fínubar, nuestro gran rey, y entrénate para ser un gran soldado, si es lo que quieres. Recuerda que en Cracia has aprendido muchas cosas sobre el bosque y la fuerza del espíritu leñador de nuestro pueblo; ahora solo te falta formarte de aquí.– dijo, y posó su mano sobre el pecho del muchacho. - Siento no poder completar tu entrenamiento militar, pero los demás me necesitan más que nunca.

-¡No! – replicó el joven, levantándose de un salto. – Mi deber está con mi gente, con mi pueblo. ¡No pienso huir cuando tú y los demás peleáis contra los traidores! ¡Puedo luchar!

El elfo guerrero puso su mano izquierda en la parte baja del mango de su hacha y se puso en actitud de ataque, esbelto y solemne. El otro, rápidamente, cogió su arma y la cogió de la misma forma que él. El mayor avanzó velozmente hacia el elfo, asestándole un duro golpe a su hacha. El joven se tambaleó un momento, pero luego se libró del contacto con el arma de su oponente y alzó bien alto la suya, preparado para darle un ataque con fuerza, con los brazos formando una uve. Pero su rival se retiró con una finta y le golpeó al vientre con el extremo inferior de la suya, adornado con una cabeza de león de plata. El golpe fue tan certero que el joven cayó al suelo de rodillas, dolorido y ensuciándose de barro. El guerrero lo miró fijamente a sus ojos llorosos de humillación.

-No estás listo, Edanaac. Algún día lo estarás, y entonces vendrás en mi ayuda cuando lo necesite.  – dijo únicamente el soldado, y se acercó al león blanco, que había estado observando la escena sin intervenir. – Cuida de él, Gahel. –le dijo suavemente al oído, susurrando las palabras adecuadas en élfico.

-No te vayas...Quiero luchar contigo...Padre...-dijo, alzándose con dificultad, sucio, mojado y con el hacha llena de barro.

-No levantes demasiado los brazos cuando ataques y limpia tu arma, pues es tu vida. – le dijo secamente, se giró y se fue corriendo hacia el norte, como si temiera cambiar de opinión, con el corazón en el puño.

Edanaac le intentó seguir, pero Gahel le cortó el paso. Sabía que no podría enfrentarse al león, ya que tenía sus órdenes y las seguiría hasta la muerte. Miró por encima del animal y vio que su padre corría hacia su destino. Así pues, el joven elfo se giró y, dejando atrás el monolito blanco que sobresalía por encima de las colinas, partió hacia el sur en busca del suyo. Dejando atrás, con las palabras de su padre retumbándole en los oídos, el monolito que ardía en llamas.

<>


No hay comentarios: